Los vagones de tercera clase no eran tan cómodos como lo
de primera. Allí la gente descansaba sobre mullidos cojines, mientras que Saúl
tenía que apoyar su espalda contra la desvencijada y mugrienta madera del vagón
número 9. El olor de aquellos coches era singular. Había una mezcla de sudor,
de comida que la gente arrebujaba bajo sus ropas para que no se la robaran, de
tristeza, de melancolía. Todos los que viajaban en aquel tren sabían que no
volverían a casa. Pero no todos se acercaban al mismo destino. Los unos hacían
sus listas de compras para la gran ciudad. Los otros descansaban las manos
mientras podían, sabiéndose víctimas de la negrura y la dureza del carbón. El
vagón de tercera parecía por su ambiente un preparatorio para lo que se iban a
encontrar en las minas de carbón. Pero se equivocaban. En el tren el aire
corría y entraba, a duras penas, por las ventanas. En la mina, el único aire
que iban a respirar iba a ser el viciado, el exhalado por sus propias bocas,
hasta que una brisa fría y muda acabara con sus existencias.
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